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ISSN 1989-4163

NUMERO 74 - VERANO 2016

La Ausencia de la Señora Watson

Jesús Zomeño

 

     

Sherlock Holmes llegó a tiempo de tomar el té en casa de su fiel compañero Watson. Tomó dos tazas, excusó probar la tarta de manzana y de las nueces con chocolate solo cogió un trozo pequeño, demasiado dulce para su gusto. Miró por la ventana, comenzaba a llover. El reloj del salón irrumpió con cinco campanadas, se hacia tarde pero en todo el tiempo nadie había hablado. Era una cuestión de mal gusto preguntar. Watson le ofreció un oporto, pero Holmes no quiso aceptarlo. Bebió otro sorbo de la taza y se miró las uñas de la mano derecha, se aburría, luego se miró las uñas de la mano izquierda, seguía aburriéndose.

-Watson, perdone que le inoportune, ¿dónde se encuentra su esposa?

Era lo que había estado temiendo toda la tarde, comenzó a llorar.

-Mi mujer me es infiel, querido amigo. No es que me sea infiel con el cuerpo, sino que lo es con la mente. He descubierto que es lesbiana. El que sea lesbiana no nos impediría una vida en orden, como matrimonio moderno, pero ella ha extremado su condición hasta un reducto de resentimiento. No es solo que me rechaza sexualmente, sino que también rechaza mis propósitos, mis comentarios más triviales e incluso mi mera presencia. El otro día pedí un poco de pan para rebañar la salsa del plato y ordenó a la criada que no me lo trajeran. Luego supliqué para que me acompañara al teatro, pero ella dijo que Bernard Shaw era machista y que le apestaba el aliento a ginebra. Me preocupó especialmente lo del aliento de Shaw, porque no era posible que ella lo conociera y por tanto advertí que me estaba mintiendo descaradamente. Recurrir a la mentira es lo peor que puede haber, porque ya no se trata de una discrepancia de criterios sino de una agresión directa. Mi esposa estaba abofeteándome con mentiras.

-Tiene usted razón, Watson, la mentira es una falta de respeto.

-Pues bien, entonces le recriminé que estuviera mintiéndome y me contestó que la mentira era un recurso para no volverse loca, porque por la noche yo roncaba y por el día ella no podía soportar la colonia de la que dejo caer unas gotas en mi bigote. La colonia en mi bigote es una vieja costumbre, Holmes, que aprendí en Afganistán para distraer el olor de los muertos, por eso la considero necesaria, porque no dejan de apestarme en Londres los muertos de Kabul.

-¡Es indignante que una esposa se atreva a tanto! Ahora me hago cargo y deduzco que esa es la razón por la que ella no está aquí: La echó de su casa, ¿verdad?

-No, convinimos un acuerdo para hacer posible la convivencia.

-¿Alternase en el uso de la casa o repartirse las estancias? ¿Es por eso por lo que ella no está?

-No, Holmes, mi esposa ha salido a comprarme vestidos de mujer…

-¿Querido amigo, no me diga que a su esposa le excita verlo travestido como una mujer? No había imaginado que los instintos lésbicos pudieran calmarse así

-No, pero mi humillación la consuela y le hace más llevadero el odio que me tiene.



 

 

La ausencia de la señora Watson

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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